En el centro de la ciudad, el “Mandala Bay” se recupera rápidamente. De los bares y las tiendas vuelve a rezumbar la música como siempre. Risas sonoras, humo de cigarros y marihuana, margaritas en jarras de plástico. LAS VEGAS.- El frío color dorado del “Mandalay Bay Resort and Casino” resplandece en la noche de octubre. El complejo hotelero está acordonado en un amplio radio. En la fachada perfecta, que se parece al recubrimiento de una nave espacial, se ven dos agujeros que Stephen Paddock abrió, probablemente usando herramientas especiales, para colocar detrás los trípodes para sus fusiles. Luego apretó el gatillo, que solo soltó para recargar.
Disparó durante tanto tiempo, que el humo que salía de su arma activó la alarma contra incendios. Allí estaba él, solo, en su habitación, en el corazón de la “ciudad del pecado”.
Abajo, más de 20.000 personas estaban festejando durante un concierto de música country. Y nadie supo de dónde venía la muerte.
Cuando uno camina por The Strip, la famosa avenida de Las Vegas, puede ver el hotel desde una distancia de varios kilómetros. También Paddock podía ver tan lejos con sus miras telescópicas. Con asombrosa rapidez, el “Mandalay Bay” ha tomado distancia del terrible acontecimiento.
Aquí, en el centro de la ciudad, el “Mandalay Bay” se recupera rápidamente. De los bares y las tiendas vuelve a sonar la música como siempre. Risas sonoras, humo de cigarros y marihuana, margaritas en jarras de plástico. Hay policías, pero su presencia no es mayor que otros días. Multitudes de personas, si bien algo menos que normalmente, se desplazan por la calle durante el atardecer.
Horas después de la masacre, el calor sigue envolviendo la “ciudad del pecado”, pero el sol ya no tiene la fuerza abrasadora del verano. En los gigantescos hoteles “MGM”, “Bellagio”, “Mirage”, Wynn”, “Encore” y “Venetian”, las máquinas tragamonedas tintinean como siempre. En las paredes posteriores hay discretos llamados a donar sangre.
Solo pocas horas antes, la gente corría presa del pánico para salvar la vida. “Personas totalmente desconocidas se agarraron unas a otras buscando una protección que no había”, dice Sarah Macvaughan, originaria de Chicago. “Todo duró una eternidad”. Durante el concierto de música, Sarah estaba muy cerca del escenario. “Era un festival tan pacífico. Tres días tan bonitos”.
El domingo, muchas de las salidas del festival Route 91 Harvest eran al mismo tiempo entradas. Cuando comenzaron los disparos y nadie sabía al principio de dónde venían, la gente, asustada y desesperada, volvió a correr hacia las entradas. Los psicólogos dicen que esta es una reacción normal cuando las personas entran en pánico. Pero ellas huyeron hacia la muerte, uno de los factores que explican el elevado número de víctimas. Al menos 58 personas murieron y 527 resultaron heridas.
Cuando sonaron los primeros disparos, Steven Nukryw, de Los Angeles, acababa de salir de la explanada donde se realizaba el concierto. Sin embargo, volvió para buscar a su novia. La encontró. Los dos salieron ilesos. Silenciosos miran hacia el hotel de donde salieron los tiros.
La accesibilidad y la presencia de grandes masas hacen de Las Vegas uno de los blancos más vulnerables del mundo. En casi toda la ciudad está permitido todo lo que en el resto de Estados Unidos está restringido por rigurosas normas. Por ejemplo, beber alcohol en las calles y fumar en espacios interiores.