Diario de un amigo Argentino Exgordo…

GORDO FLACOLa primera vez que me vio, un lunes de abril como los lunes de abril de las canciones, el entrenador  me puso ojitos incrédulos, como de argentino descreído. Me tocó la barriga, me husmeó por babor y estribor con su olfato porteño, me calculó a ojo los kilos sobrantes, como se le calculan los dientes a los caballos de carreras o las caderas a las misses.

-Aunque así, de un plumazo, no lo parezca, tengo potencial -le dije con voz de gordo arrepentido.

-Eso ya lo veremos -respondió. Lo hizo con acento de tango. Porque Martín todo lo dice como un bandoneón.

Lo que él no sospechaba entonces es que tengo la tozudez de un jacobino y el brío de un loco. No le culpo; fueron muchos, casi al unísono, los que dudaron de que lo conseguiría. «¿Un cuerpo 10 en 100 días? ¿Tú? ¿El rey del Burger King?». Pues aquí me tienen: 100 días, 22 kilos menos. Pecho firme, hombros fibrosos, clavículas de starlette, abdomen pulido como un figurín de Lladró. (Qué demonios; estoy para exhibirme en pedestal de mármol en la Galería Uffizi).  Ahora que no parezco un san bernardo, la plebe me pregunta por la llave secreta de esta metamorfosis, como si existiese un número pin de los milagros que devora los lípidos. El secreto, camaradas, está en levantarse a las seis y media de la madrugada, regurgitar el páncreas en tremebundas sesiones de gimnasio y comer avena con lechuga. Como los espartanos. Como Irina Shayk. Como una vaca suiza. (Nota aclaratoria: para secar sus vientres deliciosos, con esas caderitas como ofrendas al mundo, los ángeles de Victoria’s Secret se someten a ayunos espantosos y apenas beben agua días antes del desfile. No hay ombligos mágicos ni ósmosis espontáneas. Hasta las diosas padecen hambrunas).

BYE, BYE……HIDRATOS DE CARBONO

-El 80% de lo que consigas dependerá de lo que comas -me advirtió Martín en el inicio de los tiempos. Y así ha sido: desterré la pasta, el arroz, el pan. Las salsas, los fritos. El bendito alcohol. La bollería. La artillería precocinada. El aceite de oliva. Y me zambullí, como un yedai, en la tiranía de la lechuga iceberg, el polloplancha, la parafernalia vegana. Manzanas taciturnas, correosas siempre, brócolis como los vergeles de Versalles, pavo embutido. Tupperwares sin gracia, sin sal, sin unto, sin vida. Liturgia light. Pesadilla al vapor. La autocracia de las calorías. Putas calorías.

La primera semana perdí 5 kilos. Cinco mil gramos que cambiaron el mundo, mi mundo, y que me ahuyentaron de abandonar o arrojarme al vacío desde algún rascacielos de acero prominente. Una vez que aprendí a dominar los delirios (se me aparecían aros de cebolla en la M-30 como vírgenes en Lourdes), el horror se hizo costumbre. Sospecho que la clorofila cauterizó mi estómago; lo descubrí un sábado, rondando la hora trágica del aperitivo, cuando sentí náuseas al ver un plato de croquetas. De boletus, nada menos.

Eso sí; durante estos 100 días de comidas frugales y platitos etéreos, como suspiros, me di algunos caprichos que me aligeraron el espíritu. Los viernes, sin excepción, instauré la noche de la cerveza. Al salir del trabajo, hecho unos zorros, me abracé a todas las jarras que pude. Sin rencor, sin pesadumbres, a todo grifo. No sé socializar con agua, c’est la vie, así que larga vida al lúpulo. Y todos los sábados, benditos sean, me concedí una comida libre. Pizzas, sushi, macarrones con salsa de tomate. Artefactos empanados. Baguettes recién hechas. Bacanales de bechamel. Orgasmos. Sudores fríos. (He aquí la paradoja de las dietas inflexibles: se me iban las semanas en grasientas ensoñaciones de queso fundido, y cuando al fin tenía enfrente una cuatro estaciones, como un collar de Tiffany, al segundo bocado mi estómago se contraía).

El otro puntal de mi transfiguración ha sido el ejercicio. Tampoco aquí existe una pócima de los prodigios. “La gente, cuando viene a mi gimnasio, quiere una rutina exacta de abdominales, de máquinas, de repeticiones de flexiones al milímetro”, dice siempre Martín. “Esto no funciona así. La clave está en moverse, en cambiar de hábitos, en comprometerse con la vida saludable. Yo puedo darte una tabla de ejercicios, pero si los haces un día sí y cinco no o al acabar almuerzas un pincho de tortilla, es mejor que te quedes en casa”.

Lo que Martín quiere deciros, criaturitas de Dios, es lo siguiente: no conviene beberse el Misisipi, no se debe untar el pan en la salsa de las albóndigas, aunque escueza, y nunca está de más subir a pie las escaleras. Y las abdominoplastias, por si alguien está mecido por la tentación, son para los cobardes.

Lo primero que hice aquel lunes primigenio, el día 1 del resto de mi vida, fue echar a correr. Una hora. 12 kilómetros. Ese lunes, y el martes, y el miércoles, y así hasta perder el rumbo de los días, me crují las piernas al trote hasta vaporizar las zapatillas. No he dejado de correr ni un solo amanecer, siempre con las primeras brasas de la aurora, cuando en la calle solo quedaban camiones de la basura y prostitutas. Correr como Satán en las calderas. Correr como un maldito. Correr como un Usain Bolt descolorido, macilento, desencajado, despavorido. Correr sin más. Nada menos.

EN BUSCA DEL ‘SIX PACK’

Para deshacerme del ombligo atocinado, superlativo, también me sometí a un exasperante ceremonial de abdominales. Superiores, inferiores, medios, oblicuos. Abdominales por todas partes, como trenzas de novicia, que enfrenté con contorsiones jeroglíficas. 30 minutos diarios de calambres en el vientre, de aspavientos de equilibrista, para despertar el rosario de fibras que dormitaban en mi barriga.

Para cuadrar el círculo, también me desvirgué en el rito de las pesas. Pura cacharrería de mancuernas y maquinarias como calderas de Le Corbusier pensadas para curtir cualquier musculatura, desde los párpados a la última falange en la que exista un hálito de vida. El primer mes, la aparatología y yo nos cortejamos. Suavecito, como en el sexo inexplorado, nos perdimos el miedo lentamente. Algo de bíceps, media ración de pecho, un empujón de cuádriceps.

Después, poco a poco, fui aumentando la carga y reduciendo las repeticiones. Y tendríais que verme ahora; levanto cachivaches de acero como un costalero del Cristo de los Gitanos. Puro arte.

Cuando ustedes lean estas líneas yo ya estaré en Tailandia, a remojo, contoneando musculitos en el mar de Andamán con hordas de surfistas. He de amortizar el hambre atroz, el dolor de huesos, el sudor primitivo que me despellejó todas las carnes. Que no cunda el pánico: he reservado hoteles con gimnasio y no pienso probar los tallarines después de las tres de la tarde. Me han dicho que correr sobre la arena es afrodisíaco. Y si me muero en algún ardid con tiburones, o por un cruel desamor de verano, qué cojones: voy a dejar un cadáver fantástico.

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